miércoles, 3 de noviembre de 2010

La Amante

A veces no hay explicaciones, simplemente sobran...


La blusa negra, un poco transparente, dejaba entrever su ropa interior. Los pantalones de cuero ajustados y las botas, que le regalaban un poco de altura, hacían que no pasara desapercibida. Estaba elegante y sobria, como debía ser.

La invité a pasar y le indiqué un sillón para que se sentara. Con una sonrisa tímida ocupo el lugar y con su voz cálida se disculpó por la tardanza. Había tenido que quedarse a trabajar hasta tarde. La entendí y por eso no le recriminé las dos horas de espera. Sabía lo importante que era para ella su trabajo, había perdido los mejores años de su vida en él, pero parecía que no le molestaba demasiado.

Nos miramos en silencio por un largo rato. La noté más sombría que otras veces. Había algo distinto en su mirada que no lograba descubrir.

Se incorporó, tomó dos vasos y sirvió lo primero que encontró en el bar. Me acercó uno y volvió a ocupar su lugar. Dejé el vaso en el piso, encendí un cigarrillo, y le pregunte si aún me amaba.

Tomo una actitud de resignación que me hizo sentir vulnerable, se le endurecieron las faccionesy un brillo extraño visitó sus ojos. Temí oír su respuesta.

Se acomodó en el sillón blanco y me miró fijamente mientras sus labios se movían despacio y casi sin voz pronunciaban un “aún te amo”.

Le sonreí y con la mirada la invité a la cama. La tristeza que había en la casa se podía respirar, ella seguía sombría. Se hundió tanto en su asiento que pareció que el sillón se la estaba tragando. Desde allí me dijo con la solemnidad, que era costumbre en ella, que esa noche venía a llevarme.

Le sonreí nuevamente, me incorporé, la tome de la mano y la arrastre hacia la habitación.

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